lunes, 27 de febrero de 2017

Siempre fuertes, Pablo.



Nunca pensé que me afectaría tanto la muerte de alguien a quien no conozco. Y me afecta porque el sábado fue él, pero mañana podría ser yo, o peor, cualquiera de los míos. Tenía 20 años, 18 cuando se iba a operar de una lesión en la rodilla y en el preoperatorio le dijeron: Pablo, vas a ingresar en el hospital, pero no por tu operación, lo vas a hacer porque tienes leucemia. Aquello podría ser anecdótico teniendo en cuenta que después del sufrimiento llegó la felicidad, lo trasplantaron y aparentemente el calvario había terminado. Pero la vida es bastante más cabrona de lo que llegamos a imaginar.

Por si es poca injusticia que, a un chaval joven, sano, deportista, le diagnostiquen leucemia y le rompan sus esquemas de vida con sólo 18 años, aparece el destino, tan hijo de puta con quien menos lo merece y tan benévolo con los verdaderos criminales, y meses después de darle a probar el sabor dulce de la victoria frente al cáncer, vuelve para decirle: oye Pablo, no seas tan feliz macho, no te permitas el lujo de celebrar que has ganado la batalla, porque tienes leucemia de nuevo.

Pienso en Pablo cuando le dijeron esto, pero también pienso en su familia, en sus amigos y en su novia. Esa chica que, con 18 años empieza una relación con la persona de la que está enamorada, y a los pocos meses le dicen: tu novio tiene cáncer por segunda vez, y ahora te toca vivirlo a su lado. Sus padres no tenían otra opción que la de luchar al lado de su hijo y sufrir con él la dureza de esta enfermedad, pero Andrea podría haber salido corriendo y evitarse ese dolor. Y no lo hizo, fue valiente y luchó junto a Pablo hasta el final. Eso es el amor y eso es tener dos cojones, perdón por la expresión. Mi admiración absoluta hacia esa niña, porque yo no sé si sería tan valiente como ella lo ha sido hasta el final.

Pablo ha estado casi un año luchando contra sí mismo: la debilidad de su cuerpo, de su sistema inmunitario, de su salud, contra la fortaleza mental que lo ha caracterizado cada día en estos últimos 8 meses. Consiguió multiplicar un 1300% las donaciones de médula, consiguió concienciar a miles de personas de la importancia de ser solidarios, consiguió, estoy segura, salvar la vida de muchas personas gracias a su campaña en redes sociales, consiguió darnos una lección de vida a todos, a mí la primera, y demostrar que lo único que importa y que nos debe preocupar es abrir los ojos cada mañana y ser conscientes de que estamos vivos, lo demás es absolutamente secundario. Todo lo ha hecho con una sonrisa y viendo su enfermedad de una forma ADMIRABLE.

Lo único que Pablo no ha conseguido ha sido salvar su propia vida, y permitidme considerar que esto no ha sido un fracaso. Pablo no ha perdido la batalla por vivir, porque ha librado la misma durante dos años de una manera ejemplar, que ya la quisiera yo para mí si algún día estuviese en su situación. Ya lo decía él, “lo triste no es morir, lo triste es no saber vivir”. Y por eso a mí me parece mucho más triste la forma de vida que llevamos las personas en nuestro día a día que la muerte que ha tenido Pablo.

Sólo quiero añadir algo más: Pablo, no sé si desde donde estés podrás ver lo que te decimos desde aquí, pero por si acaso, quiero mandarte un mensaje: cuando el sábado me dijeron que habías muerto, me sentí una inútil, una cobarde, una ignorante, porque entendí que no he sabido vivir. No sé si tu muerte se olvidará fácilmente o si en unos meses o años tu legado quedará en el olvido para alguien, pero TE JURO PABLO, te juro que desde donde estés, comprobarás que para mí has sido un punto de inflexión, que en mí has hecho una exquisita labor y que GRACIAS A TI he aprendido a vivir y voy a hacerlo como tú me has enseñado en estos meses. Yo jamás olvidaré quién fuiste y cómo viviste. Siempre fuertes Pablo, SIEMPRE. Gracias, guerrero.




Pasodoble "Hijo", dedicado a Pablo Ráez:

Deseos con historia | La historia de un luchador: Pablo, el gladiador:

sábado, 28 de enero de 2017

Eternos.



Hace tiempo vengo leyendo la misma frase en todos lados: los abuelos deberían ser eternos. Aunque me conmueve y pienso así, que no se deberían ir nunca, he de confesar el primer pensamiento que se me viene a la mente cuando lo veo: qué hipócritas somos a veces.

Digo esto porque cuando se trata de hablar de nuestros mayores en público, sea a través de pantallas (como casi todo hoy) o en tertulias cara a cara, siempre les alabamos, pedimos que no se vayan, confesamos que son lo mejor que tenemos y aseguramos no saber qué haríamos si se marcharan mañana.

Pero a la hora de la verdad, cuando toca cuidarles, aguantar sus despistes y sus repeticiones constantes de las mismas cosas, cuando meten la pata, comienzan a irritarnos. Les hablamos mal, les contestamos con la voz más alta de lo normal, y no nos damos cuenta que también vamos a llegar a esa edad y que buscaremos la comprensión de nuestros jóvenes.

Hay otras ocasiones en las que los abuelos empiezan a ser molestos para las familias, y bien por trabajo, bien por comodidad o bien por falta de sentimientos, terminan quitándose ese estorbo de encima y llevándolo a una residencia para ancianos donde, por supuesto, se les cuida bien, aunque no podemos decir que no les falta de nada. Carecen de lo más importante, de lo esencial para vivir: el cariño y la atención de sus seres más queridos.

Y es que, a medida que nos hacemos mayores, formamos nuestros caminos y encauzamos nuestra propia vida, nos olvidamos que un día fuimos dependientes de personas sin las que no hubiésemos salido adelante, sin las que en ningún caso hoy seríamos independientes.

Cuando les hacemos visitas a sus casas o a los asilos nos hacemos fotos con ellos y nos jactamos de pregonar que les queremos con el alma, para que se entere todo el mundo. No sé vosotros qué sentido tendréis del amor, pero para mí, querer con el alma significa cuidar con las manos y mimar con el corazón. Y sin estas dos, la primera no sirve de nada.

Por esto hoy aprovecho una plataforma que nos encanta a todos, la de las redes sociales, para decir públicamente un par de cosas a mis abuelos: primero, os pido perdón. Por todas las ocasiones en las que os he hablado mal, os he faltado el respeto gritándoos, he dicho en voz alta lo pesados que sois y lo mucho que me irritáis. Y segundo, a mis abuelas, a mi abuelo: quizá no lo hago todo lo bien que me gustaría, quizá a veces cometo errores, pero os prometo que os quiero y os necesito como cuando era una niña y me teníais que dar la mano para poder andar sin caerme.

Vamos a intentar subsanar los errores que hayamos cometido con ellos (si como yo, aún estáis a tiempo), vamos a abrazarles fuerte antes de que se vayan, vamos a recordarles cada día lo mucho que les queremos, y vamos a dar todo por ellos hasta el último día, como ellos hicieron desde el primer minuto de nuestra vida.

Añado esta foto porque me parece maravillosa, porque demuestra el amor incondicional que ellos tienen por nosotros, y ayuda a comprender cuánto les debemos y cuánto tenemos que mimarles.

Canción del post, dedicada a mis abuelos y a todos los que conozco: https://www.youtube.com/watch?v=wGXpygQa2LQ - Nuevos recuerdos, Jesse y Joy.

viernes, 4 de noviembre de 2016

El alguien de esa persona.

Quiero alguien que me coma con la mirada. Alguien que, si entre la gente me ve a lo lejos, sonría y deje de escuchar lo que le están diciendo. Alguien que corra si sabe que estoy en peligro. Alguien que sienta algo extraño cuando estoy mal, y me llame para preguntarme si estoy bien. Esa persona que cuando te abraza y te dice que no pasa nada, en el fondo tiembla de miedo por ti. Que le duele el corazón cuando te enfadas por su culpa, que sufre cuando no sabe dónde estás y piensa si te habrá pasado algo. No pido tanto, ¿no? Quiero alguien que se preocupe. Que preste atención a cada gesto que realizo para saber cómo soy de verdad. Que te defienda de cualquier ataque, que sepa echarte la bronca sin que lo notes. Que conozca tus puntos débiles, y si no se los muestras, los encuentre.

Es muy fácil de entender: todos queremos alguien que nos erice la piel cuando nos mira, que cuando roce nuestra cintura con sus manos nuestras fuerzas se esfumen. Que nos tiemblen las piernas cuando nos quitan la ropa, que el instante previo a vernos sea un manojo de nervios y emoción.

Todos necesitamos
que alguien sea esa persona,
pero no todos aceptamos
ser el alguien de esa persona.

Ese punto de luz, el que más brilla, es
esa persona.
Párate a pensar que tú también puedes ser
el punto de luz de alguien.


Canción del post: Ya verás-Funambulista https://www.youtube.com/watch?v=rIWRgD32fL4

jueves, 20 de octubre de 2016

4 meses de vida plenamente feliz.

Hoy es 20 de octubre, y se cumplen cuatro meses del día que me cambió la vida. El 20 de junio de 2016 cumplí el sueño que perseguía desde los 12 años, sin duda, el más importante de mis sueños: someterme a una operación de reducción de pecho.

Empecemos por el principio. Era muy niña cuando empecé a desarrollar, lo que supuso burlas en el instituto por parte de muchas personas que parecían no tener corazón. Me han llamado vaca lechera, tetona, y muchas cosas que he preferido borrar de mi memoria. Sacaba sobresalientes en todo, salvo en Educación Física: no me movía, no saltaba, no corría, no bailaba, pues todo suponía un movimiento de pechos que me desagradaba y me avergonzaba profundamente. Tengo que agradecer la comprensión de todos los profesores que he tenido en esta asignatura, yo nunca he escondido mi complejo y ellos siempre me han ayudado (llegando a echar a compañeros de clase por meterse con el tamaño de mi pecho). He de decir que en la mayoría de las ocasiones las burlas procedían de otras chicas; curioso, cuanto menos, que en lugar de apoyarnos unas a otras, tratemos de hacer daño en los puntos débiles de nuestras compañeras. Siempre que he hablado de complejos con otras personas he manifestado mi deseo de operarme, y del problema que para mí suponía tener el pecho grande, sin miedo, sin tapujos, sin vergüenza de contar lo que me atormentaba.

Cada vez que me tenía que mirar al espejo era un sufrimiento para mí. He llorado cuando iba a comprarme ropa interior, cuando me compraba ropa en general (las tallas que tenía que coger no se ajustaban a mi cuerpo, sino que debían ser más grandes para que "me quedasen bien de pecho"), cuando me miraba desnuda al espejo (en pocas ocasiones lo hacía), lloraba cada día porque no era feliz, además de tener una inseguridad que me quitaba las ganas de salir, de arrreglarme, y, sobre todo, me impedía ir a la piscina: jamás he ido más de tres veces a la piscina durante un verano completo hasta este año. Ponerme en bikini delante de la gente era impensable para mí hasta hace cuatro meses. 

Muchas veces he oído comentarios como "no te operes, a los hombres les gustan los pechos grandes", "eres guapísima así, no tienes que cambiar nada", "si tanto complejo tienes, ¿por qué utilizas tanto escote a veces?"... de todas las opiniones y preguntas, la única que siempre me ha molestado ha sido esta última. No está reñido tener complejo de pecho grande y llevar escote. De hecho, tenía su explicación: si utilizaba una prenda de ropa que me cubriese todo el pecho, el bulto era mucho mayor que si llevaba escote, puesto que al tener la mitad del pecho "al aire", se disimulaba mucho y parecía que tenía menos volumen.

Durante los años de mi adolescencia no he podido llevar jamás una prenda de ropa con la espalda al aire, o palabra de honor. Para hacerlo es necesario no utilizar sujetador o, en su defecto, utilizar un sujetador que se vea poco. Para mí eso era imposible. Sin sujetador el pecho caía prácticamente hasta el ombligo, y no podía utilizar uno que no fuese reductor, que me recogiese bien todo el pecho, con tirantas anchas, además de ser siempre negros o beiges, nada de sujetadores bonitos que se pudiesen ver.

Además del problema psicológico, había que añadirle el de salud: mis hombros y mi columna desviada pueden dar fe del problema que suponía tener el pecho tan grande. Dolores continuos de espalda, sobre todo al utilizar tacones, no poder dormir boca abajo, los hombros hundidos por el peso que llevaban el sujetador hacia abajo, no aguantar de pie muchas horas, últimamente minutos, porque enseguida se me cargaba la espalda... un sin fin de problemas físicos y psicológicos que me llevaron a terminar, entre otros motivos, en un psicólogo. He de reconocer que esos meses de charlas con un profesional me ayudaron a muchas cosas, entre otras a asumir cómo era y a quererme como tal, pero el problema seguía ahí y mi idea de operarme no se me iba de la cabeza.

Llegó mi segundo año en Madrid, y una aburrida tarde en la que no tenía nada que hacer, la vida me llevó a ver un vídeo de Dulceida, reconocida youtuber e influencer de moda, en el que contaba su experiencia tras someterse a una reducción de pecho. Vi la felicidad en sus ojos y la envidié. Yo también quería saber lo que se sentía, e inmediatamente empecé a buscar clínicas privadas donde realizasen la operación (puesto que en la Seguridad Social me habían descartado por completo la posibilidad de operarme, pues mi caso "no era tan grave como para financiarme el tratamiento"). Descubrí las Clínicas Diego de León, me convencieron sus técnicas, el precio que ofrecían y el prestigio que parecían tener, y llamé a mi madre para decirle que iba a pedir cita para una primera consulta informativa y gratuita.

Mi madre nunca había sido partidaria de que me operase, tenía miedo de las consecuencias posibles tras una anestesia general y de una posible mala recuperación post operatorio. Pero cuando recibió mi llamada, convencida de hacerlo, supo que tenía que apoyarme. Tanto ella como mi padre, desde el primer momento, me dieron su aprobación y, sobre todo, aceptaron pagar lo que costaba la operación. En cuestión de un mes elegimos la doctora en cuyas manos me pondría, pagamos la fianza y elegí la fecha de la intervención. Tenía quirófano reservado para el 20 de junio, no podía ser más feliz. Mi calvario estaba a punto de finalizar, y yo se lo contaba a todo el mundo.  Toda mi familia y mis amigos me apoyaron, nadie desaprobó mi idea y eso me hizo aún más fuerte. Estaba segura de que todo saldría bien y, sobre todo, de que con 19 años iba a empezar a ser feliz.

Llegó el día y ahí estaban conmigo las personas más importantes de mi vida. Cuando me bajaron a quirófano me moría de miedo, estaba nerviosa por la anestesia, temía que algo fuese mal. Pero las ganas de que me cambiase la vida superaban todo sentimiento negativo. Tras tres horas y media de intervención y un mes de recuperación, mi vida había cambiado. Todo fue sobre ruedas, no se me infectó ninguna herida, no llegué a sentir dolor en ningún momento, no hubo ningún problema. Hoy soy feliz. Llevo siéndolo cuatro meses. Y lo seré el resto de mi vida.

Por último, sólo me queda agradecer a quienes me han apoyado y se han preocupado por mí, de forma especial a mis padres por permitirme hacerlo, a mi hermana por ser mi otra mitad, por vivirlo conmigo al 100%, a mi familia por estar ahí en todo momento, a mis amigos que me han cuidado cada día cuando estaba convaleciente, y, sobre todo, a la doctora Pilar de Frutos y a su equipo, por haberme convertido en una persona feliz y segura de sí misma. Me puse en las mejores manos posibles, hoy no me cabe duda. Siempre le estaré agradecida.

Foto con mi doctora, Pilar de Frutos,
la artífice de mi nueva vida.

domingo, 5 de junio de 2016

Yonki de tus sonrisas.

Hubo un momento en que me sentí como una drogadicta. Yo era la yonki y tu sonrisa era mi droga. Sabía que me hacías daño, que no eras bueno para mí. Pero cuanto peor me hacías sentir, más te buscaba y más quería de ti.

Cada noche que pasaba contigo era como llegar al éxtasis, pero sin tomar ninguna sustancia. Sólo necesitaba que me sonrieses, y besar tus labios para tener esa sensación de felicidad infinita. Me iba a dormir flotando, sabiendo que al despertar me iba a sentir muy mal. Y, en efecto, a la mañana siguiente tenía sensación de resaca, aun sin haber probado una gota de alcohol. Mi espidifen era una conversación contigo, y de nuevo en condiciones para verte una noche de sábado más. Llenarme de ti y vaciarme el domingo a mediodía.

Pero de repente una noche, en aquella discoteca no estaba mi droga. Tú andabas por allí, como siempre, pero tu sonrisa ya no me miraba. Te busqué, tenía mono de ti. Pero no te encontré. El dinero con el que te compraba eran mis abrazos, y parecía que tú ya no los necesitabas. Ese fue el primer sábado de muchos en los que llegué a casa borracha y jurándome que no volvería a beber por ti, que a la mañana siguiente borraría tus recuerdos y me desengancharía de ti.

El camino no fue fácil. De hecho, fue mucho más complicado de lo que yo creía. Cada palabra que mis amigos decían de ti, cada "tienes que olvidarle y pasar de él", cada "apartarte de él es lo mejor que te puede pasar", me parecían ataques directos hacia mí. Tardé mucho tiempo en comprender que tenía un problema y que ellos sólo trataban de ayudarme.

Pero una mañana me desperté y ya no tuve sensación de dolor. Quería verte, pero ya no lo necesitaba. Esa noche fui a la discoteca de siempre y allí estabas tú. ¿Sabes qué sentí? Nada. Miré a mis amigos y les sonreí. Te había apartado de mi mente y gran parte de mi logro se lo debía a ellos. El sufrimiento había terminado, me había desenganchado de tu sonrisa, estaba limpia y había que celebrarlo.

Volví a llegar borracha a casa, pero el domingo no tuve resaca. Simplemente me desperté agradecida, feliz por haber superado mi adicción.






Canción del post: Perro que ladra no muerde, Kiko y Shara.